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26/04/2024

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Insomnio (*)

Por Ariel Oliveri

El 23 de marzo de 1976, mi viejo sale a la mañana a trabajar a la mañana temprano en su Renault 4 celestito. Ya la noche anterior no había dormido. En realidad, hacía más de una semana que no dormía. No había teléfonos celulares, WhatsApp, ni nada que se le pareciera. Ni teléfono fijo teníamos. Entonces no dormía. Nadie podía avisar nada. Afuera, si el perro movía la cola y dos pastitos se rozaban él se exaltaba y corría a la pieza donde dormíamos mi hermano de 9 meses, en una cunita de pino barato, y yo que tenía 5 años. Ni hablar si el perro ladraba. Mi vieja se sentaba en la cama y lo calmaba, en una casita humilde del Barrio Obrero de Berisso.

Se exaltaba porque sabía que lo podían venir a buscar en cualquier momento. El golpe de estado era incipiente. El país se dividía en dos: o se estaba a favor o se estaba en contra. Los que peleaban contra el golpe eran pocos. Poquísimos. Algunos, que no voy a nombrar, alentaban el golpe con el argumento que a los militares era más fácil echarlos luego. Un argumento increíble. Pero increíble literal: no les creo. Nada les creo. Es como ir a pelear con Mike Tyson y tomar como estrategia que te pegue los primeros tres round para que se canse, entonces después lo noqueas. Una estupidez. Algunos, al día siguiente, cuando el golpe llegó, brindaron en la cárcel. No es un invento. Hay testigos. Muchos testigos. Llamaron a Videla “el General democrático”. Se me pone la piel de gallina al escribirlo.

Lo podían ir a buscar porque era un médico joven, que militaba desde la facultad, que quería ayudar a los pobres. Que ya desde ese entonces quería practicar la medicina social. Ya se había ido de una clínica porque operaron sin motivo a una señora adinerada de apendicitis para sacarle plata nomas. La medicina es otra cosa, decía él. Con la salud de la gente no se negocia. Si quieren hacer guita que se pongan un quiosco. Conmigo no cuenten, les dijo y renunció, apenas recibido. Nunca más medicina privada, se prometió. Y vaya si cumplió. Eso era un delito para los militares. Venían a saquear el país, y para eso había que hacer cualquier cosa, como secuestrar y matar. Jóvenes, viejos, mujeres, niños, bebes. Obreros, estudiantes, intelectuales, artistas, profesionales, deportistas. Entre los 30000 hay de todo.

Ese 23 de marzo no llega al trabajo mi viejo. Trabajaba en un laboratorio hacia muy poquito. Se encuentra con alguien en el camino y le dice que era cuestión de horas. Que se vaya. Que no había tiempo para especular. Entonces se vuelve.

– Prepara rápido las cosas y ándate con los chicos a Mar del Plata- le dice a mi vieja.

Eran las 9 de la mañana y mi vieja estaba amamantando a mi hermano. Mi vieja le dice que no, que estaba loco. Que no era para tanto. Que si se iban él vaya con ellos. Que sola no se movía. Se arma una discusión a los gritos, que se apure le pedía mi viejo. Él dice que no, que es peligroso. Lloran, gritan, pelean. La casa es un caos, y yo con cinco años, hamaco a mi hermano en el cochecito y juego con un avioncito para calmar las aguas. Crezco cuarenta años en diez segundos. Entiendo todo, como un adulto. Un adulto de cinco años. A los cinco años la razón se pone por sobre el miedo. Dejo a mi hermano y la abrazo a mi vieja. Ella lloraba. Yo no. Le digo que vayamos a Mar del Plata. Que Papá tenía razón. Mi vieja se calma. El perro afuera ni ladra. Una vecina se acerca a brindar ayuda.

Ese día a la tardecita, llegamos a Mar del Plata mi hermano, mi vieja y yo, en micro. Un tío nos fue a buscar a la terminal. Le preguntó a mi vieja que pasaba, porque ese viaje repentino.

«Se viene el golpe tío» dijo mi vieja, mientras miraba para todos lados subiendo al auto.

El tío largo la carcajada. ”Ustedes están locos”. A las horas, a las 3:21 horas del 24 de marzo la junta militar daba el comunicado número 1. El tío a las 6 de la mañana la despertó a mi vieja. Estaba pálido.

Esa noche, la madrugada del 24 de Marzo de 1976, en el Barrio Obrero de Berisso, nos vinieron a buscar en dos Falcon verdes. Rompieron la puerta y putearon como locos, le contó a mi vieja aquella vecina que fue a ofrecer ayuda horas antes. Se lo contó semanas más tarde, cuando aterrorizada mi vieja fue a buscar lo que quedaba de la casa.

Mi viejo se había ido a conseguir donde podíamos vivir en Buenos Aires. Esa noche durmió en el banco de alguna plaza de Capital. Estaba más seguro en público que en cualquier casa, me explico años más tarde. Tenía entonces 30 años.

Tuvimos noticias de él a los tres días. Avisó que estaba bien, parecía que conseguía una casa en Avellaneda. Cerca de la cancha de Independiente, dijo contento. Esos tres días, la que no durmió fue mi vieja. Yo sí, por dos motivos: porque a los cinco años el sueño te vence, pero también porque confiaba mucho en mi viejo.

(*) fragmento del libo «El doctor Chino y la salita»